p. Ziley Mora Penrose
La
abdicación de Bernardo O'Higgins
por el
pintor chileno Manuel Antonio Caro
La patria se nos torció desde el día mismo en que a
O´Higgins lo obligaron a renunciar. De lo contrario, nadie hubiese pensado
desconocer el ancestro, pues todos los chilenos, la peonada victoriosa en
Maipú, éramos “huachos” como él. El otro gran Libertador, San Martín, también
era mestizo como nosotros, pues tenía sangre guaraní. Todos nos sabíamos “hijos
naturales” del Chillimapu con padre español. Menos la fronda aristocrática
capitalina, que se sintió herida porque el huacho Riquelme les quitó sus títulos
nobiliarios, las corridas de toros y antes, los esclavos. Pero hoy es difícil
el regreso a casa, máxime si el Estado en 1881, al invadir La Araucanía decía:
“ellos, los indios bárbaros, y nosotros, los occidentales hijos de Rousseau y
Montesquieu”. Rápido olvidaron que los longkos Coñoepan, Colipi y Nahuelhal
sirvieron lealmente a la causa criolla. Más rápido aún, esa elite desconoció la
invitación de O´Higgins a reconocer la independencia de la nación mapuche
contenida en el Tratado de Tapihue, y crear con los pueblos al sur del Bío-Bío,
una poderosa alianza sostenida por la mutua defensa de la libertad como
fundamento. Su infancia ya estaba marcada por el augurio de que iba a ser el
Gran Longko de la Patria: estudiar en el Colegio de Naturales o Colegio de
Nobles Araucanos, junto a los hijos de los longkos. Aquí, en Chillán, aprendió
la lengua ancestral. Nunca más dejó de practicarla ni en el Palacio de La
Moneda. Fue el primero, y tristemente el último gobernante chileno, el único,
en manejar el mapuzungun.
Noche del 20 de agosto del 2019. Me veo dirigiendo una
solemne ceremonia sacra en una imponente catedral. En mi sueño soy el maestro
de ceremonias. Lo central del rito es un concierto que ejecuta el Orfeón de
Carabineros, junto a un trabajado Coro de uniformados de su Escuela. Hacia el
final de la ceremonia, yo me adelanto en bajar por un estrecho túnel donde
también pronto descienden los guardianes del orden. Anuncio a todos que los
carabineros de despiden con un himno final marchando marcialmente hacia las
profundidades del templo. Y mientras ellos avanzan cantando una mítica canción,
veo que luego del pasillo, en el amplio sótano, los espera un gran y rudo grupo
de unos muy exaltados comuneros mapuches. Airados, y en total pie de guerra,
levantan sus viños de palin y sus armas, gritando dispuestos a enfrentarse a
esa columna de cantantes de uniforme. Entonces, el ritmo del canto se
intensifica y se une como un río en la mar de gritos esparcidos al aire en
lengua mapuche antigua. Hay confusión al inicio, pero pronto veo que ambas
lenguas se suman en un solo nuevo himno, igualmente sublime,pero ahora con
redoblada fuerza, conmoviéndome hasta mis fibras más íntimas. Luego se escucha
una solo poderoso Coro donde las diferencias ya no cuentan.
Despierto y comprendo: es perverso extremar una supuesta
guerra como si fuésemos dos sangres extrañas: ¡el 15% de la policía es mapuche!
Cada día más ausentes los puentes para el diálogo con este pueblo, el conflicto
del Estado con nuestra raíz originaria, no se soluciona con medidas y actitudes
comunes, con política mediocre. La solución es bajar con lo mejor al sótano de
la patria y allí reconciliarnos de verdad con nuestro ancestro. Pero para ello
se requiere poner lo extraordinario en juego. Solo se soluciona si el Estado
entero apela a una “armonía coral” superior, si activa un tipo de compromiso
sagrado, capaz de vibrar y sintonizar con el corazón humillado de la tierra,
con el alma mapuche resonando aún viva en nuestro ADN: “un problema no puede
ser resuelto en el mismo nivel de conciencia en el que fue creado” (Einstein).
Ese día el huacho Riquelme de seguro entraría de nuevo a caballo y cantando a
La Moneda.