lunes, 2 de septiembre de 2019

La patria se nos torció cuando a O´Higgins lo obligaron a renunciar.

p. Ziley Mora Penrose


La abdicación de Bernardo O'Higgins
por el pintor chileno Manuel Antonio Caro


La patria se nos torció desde el día mismo en que a O´Higgins lo obligaron a renunciar. De lo contrario, nadie hubiese pensado desconocer el ancestro, pues todos los chilenos, la peonada victoriosa en Maipú, éramos “huachos” como él. El otro gran Libertador, San Martín, también era mestizo como nosotros, pues tenía sangre guaraní. Todos nos sabíamos “hijos naturales” del Chillimapu con padre español. Menos la fronda aristocrática capitalina, que se sintió herida porque el huacho Riquelme les quitó sus títulos nobiliarios, las corridas de toros y antes, los esclavos. Pero hoy es difícil el regreso a casa, máxime si el Estado en 1881, al invadir La Araucanía decía: “ellos, los indios bárbaros, y nosotros, los occidentales hijos de Rousseau y Montesquieu”. Rápido olvidaron que los longkos Coñoepan, Colipi y Nahuelhal sirvieron lealmente a la causa criolla. Más rápido aún, esa elite desconoció la invitación de O´Higgins a reconocer la independencia de la nación mapuche contenida en el Tratado de Tapihue, y crear con los pueblos al sur del Bío-Bío, una poderosa alianza sostenida por la mutua defensa de la libertad como fundamento. Su infancia ya estaba marcada por el augurio de que iba a ser el Gran Longko de la Patria: estudiar en el Colegio de Naturales o Colegio de Nobles Araucanos, junto a los hijos de los longkos. Aquí, en Chillán, aprendió la lengua ancestral. Nunca más dejó de practicarla ni en el Palacio de La Moneda. Fue el primero, y tristemente el último gobernante chileno, el único, en manejar el mapuzungun.

Noche del 20 de agosto del 2019. Me veo dirigiendo una solemne ceremonia sacra en una imponente catedral. En mi sueño soy el maestro de ceremonias. Lo central del rito es un concierto que ejecuta el Orfeón de Carabineros, junto a un trabajado Coro de uniformados de su Escuela. Hacia el final de la ceremonia, yo me adelanto en bajar por un estrecho túnel donde también pronto descienden los guardianes del orden. Anuncio a todos que los carabineros de despiden con un himno final marchando marcialmente hacia las profundidades del templo. Y mientras ellos avanzan cantando una mítica canción, veo que luego del pasillo, en el amplio sótano, los espera un gran y rudo grupo de unos muy exaltados comuneros mapuches. Airados, y en total pie de guerra, levantan sus viños de palin y sus armas, gritando dispuestos a enfrentarse a esa columna de cantantes de uniforme. Entonces, el ritmo del canto se intensifica y se une como un río en la mar de gritos esparcidos al aire en lengua mapuche antigua. Hay confusión al inicio, pero pronto veo que ambas lenguas se suman en un solo nuevo himno, igualmente sublime,pero ahora con redoblada fuerza, conmoviéndome hasta mis fibras más íntimas. Luego se escucha una solo poderoso Coro donde las diferencias ya no cuentan.


Despierto y comprendo: es perverso extremar una supuesta guerra como si fuésemos dos sangres extrañas: ¡el 15% de la policía es mapuche! Cada día más ausentes los puentes para el diálogo con este pueblo, el conflicto del Estado con nuestra raíz originaria, no se soluciona con medidas y actitudes comunes, con política mediocre. La solución es bajar con lo mejor al sótano de la patria y allí reconciliarnos de verdad con nuestro ancestro. Pero para ello se requiere poner lo extraordinario en juego. Solo se soluciona si el Estado entero apela a una “armonía coral” superior, si activa un tipo de compromiso sagrado, capaz de vibrar y sintonizar con el corazón humillado de la tierra, con el alma mapuche resonando aún viva en nuestro ADN: “un problema no puede ser resuelto en el mismo nivel de conciencia en el que fue creado” (Einstein). Ese día el huacho Riquelme de seguro entraría de nuevo a caballo y cantando a La Moneda.