A
LA MEMORIA DE LAS TRISTES NIÑAS ALEGRES.
Sin
el olor de la guayaba que trasmina la literatura de Gabriel García Márquez, más
bien con olor a brasero y a humedad, pero igualmente atravesadas por el
universal desamparo, transcurren las antiguas historias de señoritas, madamas y
burdeles que dieron vida a la noche chillaneja hasta los años 80.
p.
Úrsula Villavicencio y Marcia Castellano
Revista Chillán Antiguo & Vitrina Urbana (pag 27 - 30)
“El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca sucumbí a esa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella no creía en la pureza de mis principios. También la moral es un asunto de tiempo, decía, con una sonrisa maligna, ya lo verás”.
Así comienza Memoria de mis putas tristes (2004), de Gabriel García Márquez, fallecido este 17 de abril a los 87 años. Si bien, muchos de sus cuentos y novelas hablan de la profesión más antigua del mundo, es en esta obra y en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972), donde la prostitución es el tema central. En realidad, el tema de fondo en su producción literaria fue “la eterna soledad del hombre”, como él mismo lo definió, y la prostitución es una forma más de esa enorme soledad.
El historiador Marco Aurelio Reyes Coca, autor de Crónicas Chillanejas (2011), decano de la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad del Bío- Bío, ha sido uno de los pocos investigadores que ha registrado la historia de los prostíbulos en Chillán. “La prostitución es producto de la desigualdad, de la injusticia y es parte de la historia social de esta país. No hay que esconderla bajo la alfombra. Representa un problema social y económico”, y agrega: “es una expresión del machismo”.
LOS GRANDES SALONES
“Acá en Chillán había prostíbulos para todas las clases sociales”, aclara el cronista Marco Aurelio Reyes, quien explica que debido a la reconstrucción de Chillán posterremoto de 1939, el denominado Barrio Chino que operaba como barrio rojo y se ubicaba en Maipón entre Av. Buenos Aires (hoy O’Higgins) y Brasil, debió ser trasladado al callejón Schleyer, contiguo al matadero, para mantenerlo al margen de la ciudad. Sin embargo, poco a poco se fue mudando a la calle Lumaco (hoy Claudio Arrau), entre Cocharcas, Purén y el estero Las Toscas, mientras que los antiguos volvieron a levantarse en Maipón.
En esas oscuras calles florecieron los burdeles más recordados de la ciudad: el antiguo Lognchamps, Los siete espejos, Risas y llantos, La Mery y La Nina. Este último, según relata el cronista, pertenecía a Lastenia Gallardo quien instaló el más afamado burdel del sur, con eximios músicos. Los mejores cabarets pagaban sus propios músicos, no faltaba el piano y tampoco el show, dependiendo del “pelo” de la casa de entretención. El tango hizo furor, tanto como el bolero y los ritmos tropicales, también la infaltable cueca de salón, en los años 30, 40 y 50.
“Acá en Chillán había prostíbulos para todas las clases sociales”, aclara el cronista Marco Aurelio Reyes, quien explica que debido a la reconstrucción de Chillán posterremoto de 1939, el denominado Barrio Chino que operaba como barrio rojo y se ubicaba en Maipón entre Av. Buenos Aires (hoy O’Higgins) y Brasil, debió ser trasladado al callejón Schleyer, contiguo al matadero, para mantenerlo al margen de la ciudad. Sin embargo, poco a poco se fue mudando a la calle Lumaco (hoy Claudio Arrau), entre Cocharcas, Purén y el estero Las Toscas, mientras que los antiguos volvieron a levantarse en Maipón.
En esas oscuras calles florecieron los burdeles más recordados de la ciudad: el antiguo Lognchamps, Los siete espejos, Risas y llantos, La Mery y La Nina. Este último, según relata el cronista, pertenecía a Lastenia Gallardo quien instaló el más afamado burdel del sur, con eximios músicos. Los mejores cabarets pagaban sus propios músicos, no faltaba el piano y tampoco el show, dependiendo del “pelo” de la casa de entretención. El tango hizo furor, tanto como el bolero y los ritmos tropicales, también la infaltable cueca de salón, en los años 30, 40 y 50.
Los buenos salones, tal como los describe Reyes en una columna publicada en La Discusión, eran de “altas paredes, zócalos de madera y cornisas de yeso, adornados de rosetones y merengues, donde colgaban enormes espejos enmarcados en anchas molduras doradas cargadas de motivos estilos luises o imperiales franceses, siempre inclinados para reflejar el enorme brillo y la selecta concurrencia. Cortina de puertas y ventanas de brocato o terciopelo, flecos y borlas, redecillas barrocas de seda coloreada”. Mientras que otros eran pobres y desgarbados, con olor a humedad y a orines, según recuerdan algunos ex clientes entrevistados.
"Tía Sabina Navarrete",
dueña de la casa de remolienda más elegante de Chillan
en el principio del s. XX. (Reportaje en edición)
LAS ASILABAS
“La llevó con el tendero del pueblo, un viudo escuálido y prematuro que era muy conocido en el desierto porque pagaba a buen precio la virginidad”. (“La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada”, Gabriel García Márquez).
Las llamadas “cabronas”, “regentas” o “madamas” no eran precisamente las abuelas de sus niñas como en la novela de García Márquez, pero sí eran unas señoras que tenían el mismo origen que sus asiladas y que se las habían ingeniado para hacerse dueñas de su propio lupanar. Algunas de esas importantes señoras de la noche se casaron con notables hombres de la sociedad chillaneja. Según el testimonio de uno de los habitués, la llamada “Tía Mery” (la rica), “usaba joyas caras, sus manos llenas de anillos de oro” y habría pesado 240 kilos al momento de su muerte.
Tampoco la venta de la virginidad era algo muy común en Chillán, pues la mayoría eran adolescentes migraban a la ciudad huyendo de alguna historia de violación o embarazo. Por eso cuando llegaban ya no tenían un virgo para vender. En caso de recibir la visita de los inspectores solicitando los carnets sanitarios de las señoritas en las casas que tenían patente legal de boite, lo habitual era camuflar a las menores de edad haciéndolas pasar por “la sobrina del campo”.
Con frecuencia, la mujer había dejado un hijo o más en el campo. Quizás por eso abrazaban con tanta ternura a los niños del barrio, como recuerda Arturo -a quien solo conoceremos con ese nombre- criado en el barrio rojo. Su madre era modista por eso creció viendo a “las chiquillas” (que ya no eran tan chiquillas, según recuerda) desnudarse sin pudor en su casa para probarse los vestidos. En días de fiesta, los niños corrían en bandadas a abrazar a las señoritas de la calle Maipón, entre Brasil y la Av. Buenos Aires, para sentir cerca su generosa anatomía. “Perfumes como esos no he vuelto a sentir nunca más… algo entre jabón Lux y aroma de flores”, confiesa Arturo. Hoy piensa que quizás extrañaban a los hijos que dejaron en el campo o a los que no pudieron tener. Recuerda que hasta los años 70 había al menos una comadrona abortera por cuadra en esta ciudad.
EL NIÑO DE ENFRENTE
Con un paquete de ropa lavaba y planchada o una ollita con comida en la mano, el niño Luis atravesaba la calle y tocaba la puerta de los caserones que se levantaban frente a su sencilla casa baja. Pispaba curioso lo que ocurría dentro de aquellas casas donde “algo” sucedía que todo el barrio sabía y que él pronto aprendió a entender. Por las mañanas, el olor a trago que caracterizaba al barrio por las noches, el olor a cigarro que las mujeres se asomaban a fumar por las ventanas de los segundos pisos por las mañanas, impregna los recuerdos del reconocido artista gráfico, Luis Arias.
Recuerda su infancia en la ex calle Lumaco, donde también vivían familias trabajadoras y algunas prestaban servicios como lavado y cocina para sus ruidosas vecinas. Así fue como el artista creció presenciando la extraña convivencia entre las risas, la música, el erotismo y el más profundo desamparo.
Recuerda que a algunas de aquellas mujeres, así como también a algunos bohemios conocidos como “los malentretenidos”, les ganó soledad y optaron por evadirse definitivamente de la vida, suicidándose, tal como sucedió con una joven de 16 años que varios han mencionado en sus relatos. Luis nunca supo el porqué de esa decisión, aunque adivinarlo no era muy difícil: “Veía niñas muy bellas y muy desencantadas de la vida”, comenta el artista.
En su barrio estuvieron las míticas casas de La Mery rica, La Mery pobre, La Nina, La Marión, el Embassy Cabaret que luego fue el Tropicana, La Pancha Pistola, Purén 315 y el mítico Portal Rojo que sobrevivió hasta hace pocos años. Recuerda los escándalos nocturnos y los botellazos, las risas y las peleas, pero sobre todo, la música.
Años más tarde conoció al gran artista del bandoneón Francisco Marcial Estay, conocido como “El polaco”, quien llegó a Chillán en los años 80 contratado por Las Tinajas, esa gran casa que estuvo en el bajo de Chillán Viejo y mantuvo su esplendor hasta mediados de los años 90. Sitio nocturno que se caracterizó por ser el sagrado refugio de la juerga en tiempos de toque de queda. Todos recuerdan que los de izquierda y derecha pasaban la noche de “toque a toque” en democrática convivencia.
LAS NIÑAS QUE TE TRATAN DE TÚ
Otro habitué que no teme revelar su testimonio con nombre y apellido es Belisario Venegas Muñoz, quien comparte su historia como un testigo más de la época.
Otro habitué que no teme revelar su testimonio con nombre y apellido es Belisario Venegas Muñoz, quien comparte su historia como un testigo más de la época.
“La noche de juerga para los descarriados de aquellos años (los 60), comenzaba alrededor de la medianoche y por lo general, se calentaba motores, es decir, se hacía la previa, como se dice hoy en día, al calor de unas cuantas pílsener en el restaurante El Berlín… Cuando llegaba la noche, el barrio comprendido entre las calles Lumaco, Maipón y Purén, dejaba su aparente tranquilidad provinciana y empezaban a aparecer las luces multicolores y las ‘niñas que tratan de tú’, las que lo tomaban a uno del brazo invitándolo a pasar con suaves susurros”.
"La calle de las putas", ese era el nombre real que por aquellos años se le daba al sector, agrega Belisario Venegas: “La visita a los burdeles era una costumbre muy arraigada en la sociedad provinciana. Se trataba de que el niño demostrara que era un macho recio y no un maricantunga que deshonrara a la familia. Todo el mundo hacía la vista gorda, incluidos los papás y las mamás, los que aparentaban total ignorancia de las andanzas nocturnas de sus retoños. Incluso fingían tragarse la chiva de que la gonorrea se la habían pegado en un baño”.
MIS MEMORIAS EN TERCERA PERSONA
Pocos hombres mayores de 40 se atreven a confesar sus andanzas nocturnas por los burdeles. Según lo que “otros les contaron”, las casas de niñas eran visitadas por peones y patrones: por autoridades regionales, locales, políticos, hombres ricos y pobres. Incluso, en los relatos surge el nombre de un connotado político de la zona, militante del partido radical, que tuvo gran amistad con una de las madamas.
Había burdeles donde se servía vino y whisky del caro, hasta los que servían el pipeño y ponche para los parroquianos menos adinerados. Los clientes más ricos, muchos de ellos patrones de fundo, podían mandar a cerrar la casa para que las señoritas solo los atendieran a ellos y a sus amigos. A otros no les alcanzaba para comprar los cariños así que solo pagaban su trago y se iban, pero al menos podía presumir de haber estado ahí porque ir a las boites era una cuestión de estatus.
Así la prostitución floreció al amparo de la hipocresía de los padres, las madres, las esposas, las autoridades y la complicidad generalizada de toda una ciudad. Las esposas se hacían las desentendidas cuando su marido iba a cumplir sus fantasías a otra parte; así también les tocaba aguantar calladas cuando sus cónyuges les transmitían alguna enfermedad. Las madres callaban, porque así se mantenían decentes las señoritas decentes; y los padres alentaban, porque así se hacían hombres los hombres.
Otro “malentretenido” de los años 80 -hoy de 45 años- también aporta su versión aunque guardando el anonimato: “Yo empecé a visitar los burdeles cuando tenía como 14 años. Tenía una tía política que tenía una boite en calle Lumaco 1147. Mis hermanos y yo íbamos a las celebraciones de las Marías, ya que la dueña era la Tía Mery, y en esa celebración cerraba el local y solo compartía con las niñas que trabajaban ahí y los parientes. Yo era menor de edad y entraba, eso de la edad no era problema, creo que llegaron muchos a iniciarse en el sexo en las boites. Entre las prostitutas había menores de edad, niñas del campo y todas tenían un cafiche”.
Así fue hasta los años 80, cuando comenzaron a decaer las llamadas “casas de señoritas”, “casas de niñas”, “casas de Irene”, “casas de remolienda”, “casas de altos”, “casas de huifa”, “casas de lenocinio”, “lupanares”, “burdeles” o como quiera que se les conozca a los prostíbulos, reflejo de la hipocresía imperante. Con la muerte de las regentas, también fueron desapareciendo sus pequeños imperios del placer y del machismo. “En Chillán cambiaron los patrones culturales, se fueron cortando amarras de tipo religioso y cambiando los patrones morales”, explica el historiador Marco Aurelio Reyes. También han cambiado los métodos de trabajo de las prestadoras de servicios sexuales. “Antes tenía otra connotación más social. Hoy día la prostitución es como la sociedad: cada uno vive su metro cuadrado”, afirma.