Por Felipe Ahumada Jegó
Quizás
cuántos Bartolo había en el Chillán de 1903,
pero ese nombre tan común en esos
años
era la única pista que tenían los oficiales de la prefectura de Ñuble,
para dar con quien sería el mayor asesino de la historia de nuestro país:
Juan
de Dios López.
Juan López, es retratado muerto (6) junto a la banda.
Para la
policía fiscal y aún no profesionalizada de la época, su captura era una
obsesión debido a que se le responsabilizaba por la muerte de al menos 16
personas entre baqueanos, comerciantes, agricultores, policías y un juez,
además de a lo menos cuatro violaciones e innumerables robos a mano armada.
La historia
de quien fue conocido como el “Capitán de Bandoleros” desde el Maule hasta
Valdivia, “ha sido documentada en parte en el libro Chillán Viejo, Cuna de
Héroes y Madriguera de Bandidos, de Vicente Recabarren y por el escritor
Modesto Segundo Pascual, del que poco y nada se sabe”, advierte el historiador
de la UBB, Alejandro Witker.
Pero si los
datos recopilados de los archivos del Cuerpo de Gendarmes de la época, son correctos, sin duda este
criminal nacido en el Fundo San Vicente de Bulnes hace exactos 140 años de hoy,
estaría a la cabeza de los principales homicidas en serie de nuestra historia.
Ese nefasto
ranking lo secundarían el agente de la dictadura militar, Álvaro Corbalán, con
15 homicidios acreditados, por los que se le condenó a100 años de cárcel en
Punta Peuco.
Luego, Julio
Pérez Silva, el violador de Alto Hospicio, condenado en 2001 por 14 delitos de
violación con homicidio de mujeres de entre 14 y 45 años.
Más atrás
están los excarabineros Carlos Topp Collins y Jorge Sagredo, -los “Sicópatas de
Viña del Mar”- fusilados por ser los autores de 10 homicidios y cuatro
violaciones; y Catalina de los Ríos y
Lisperger, “la Quintrala”, a quien durante el siglo XVII también se le imputó
la muerte de diez personas (aunque no por mano propia) y varios delitos de
tortura y amputaciónes sin que jamás se le castigara penalmente.
Por último,
están Jorge Valenzuela Torres, el “Chacal de Nahueltoro” (otro ñublesino),
autor de la muerte de su conviviente y la de sus cinco hijos en 1960, lo que le
significó ser fusilado en Chillán; y el ciudadano francés Emile Dubois quien
entre 1905 y 1906 asesinó a cuatro personas, entre ellos al primer alcalde de
Providencia y otros tres comerciantes alemanes en Valparaíso, según él, por
dedicarse a la usura. También fue fusilado.
Los muertos
de López
Eran las 9
de la mañana del 22 de febrero de 1903 y lo que el prefecto provincial de Ñuble
y sus hombres habían averiguado tras capturar a uno de los secuaces de López, es
que éste se había refugiado en la casa de un tal Bartolo en Chillán.
Prefecto Juan Alberto Arce
El prefecto,
Juan Alberto Arce, sabiendo que el forajido los había burlado en innumerables
oportunidades e incluso arrancó de todas y cada una de las cárceles de Ñuble,
Maule y de la provincia argentina de Neuquén, posicionó un escuadrón en Collín
con Pedro Aguirre Cerda, fuera de la conocida curtiembre que funcionó hasta los
80 en Chillán.
Fue en esa
misma esquina donde cometió su primer homicidio, con 15 años de edad, tras
salir bajo fianza de su primera reclusión, a la que cayó por robo de ganado.
Con una piedra, le partió la cabeza a un comerciante de frenos y espuelas a
quien le sustrajo su mercancía y 95 pesos de la época.
Otro
contingente lo esperaba en el llamado puente Los Chanchos, (Avenida España con
Argentina), puesto que generalmente huía a la cordillera para esconderse con
sus bandoleros, quienes por cierto le tenían un miedo supremo, según el autor
del libro.
Ellos fueron
testigos del homicidio de un guardia de seguridad en calle Carrera, en 1901,
quien intentó evitar que entrara a robar en la casa de Sabina Navarrete dueña
del prostíbulo al que López y compañía solían acudir.
De hecho,
eran las mismas prostitutas quienes le entregaban datos sobre comerciantes que
portaban dinero, o de cajas fuertes ubicadas en las casas de sus clientes
beodos y boquifloja.
Al año
siguiente se despachó al comerciante Cristóbal Contreras, a quien asaltó a días
de su matrimonio en su casa en San Nicolás, ocasión en que además le reventó la
lengua y los ojos con un punzón caliente a los trabajadores del recién casado,
para que no pudieran reconocerlo.
Para el
historiador y experto en la historia de la delincuencia en el Bío Bío, Gustavo
Campos, “esa forma de proceder era clásica de los cuatreros de la época,
recordemos que el crimen rural siempre ha sido más salvaje y cruel que el que
hay en los sectores urbanos”.
También en
1902, mató a un sargento de Pemuco que trató de evitar el robo a la casa de un
comerciante. Meses después, esta vez en El Carmen, esperó paciente en una calle
hasta encontrarse de frente con el juez de Subdelegación que llevaba una
investigación en su contra, para fulminarlo a tiros y huir.
La lista de
víctimas fatales se extiende con nombres de comerciantes y vendedores quienes
fueron asaltados a la salida de tabernas o cuando cruzaban hacia Argentina para
vender sus productos, o bien cuando volvían con las ganancias.
A esas alturas,
la mayoría de los comerciantes cordilleranos simplemente optaban por pagarle un
peaje al asaltante antes que terminar muerto o mutilado, y perderlo todo. La
policía lo buscaba impotente.
Juan de Dios
López contrajo matrimonio en Chillán, haciéndoles creer a la novia y a sus
padres que era un comerciante argentino llamado Juan Javier Aldunate, esto para
esconder que ya se había casado en Neuquén, sin embargo el primer suegro al
conocer los pergaminos de López lo echó de la casa, razón por la que meses después
volvió con sus secuaces y lo asesinó a puñaladas.
De esta
forma, las presiones por su captura también llegaban del otro lado de la
cordillera.
Para Witker,
resulta complejo acreditar o desacreditar tales cifras y relatos “porque los
cronistas de esa época no eran tan rigurosos. Pese a que Modesto Pascual no lo
conozco, sí ubico el trabajo de Recabarren y él si me parece un escritor serio.
De todas formas, el actuar de este bandido López no es de extrañar en esa
ápoca”.
Muerte,
valor y honor
Un tercer
grupo de policías aguardaba en la entonces llamada calle Talcahuano, hoy Arturo
Prat, por si intentaba huir hacia Los Ángeles, donde cometió uno de los delitos
que más terror causaron en la zona.
Con sus dos
principales compinches, Hipólito Campos (analfabeto y de una fuerza descomunal)
y Tiburcio Guzmán (letrado y pequeño) llegaron a la casa de un agricultor
identificado solo como “N”, quien al principio los confundió con unos parientes
por lo que salió en su encuentro.
Encañonado
volvió a la casa y tras obligar a sus hijas a cocinar para ellos, les robaron
$1.500 de la época (una fortuna) y violaron a las mujeres frente a sus ojos.
“Con esto ya
perdió hasta el apoyo de los rurales, quienes solían celebrar los robos y
engaños a sus patrones, comunmente tiranos. En esa época, los rurales le tenían
cierta simpatía a los bandoleros, pero a los violadores y a quienes golpeaban
ancianos, que también era el caso de López, sencillamente les parecía
satánico”, apuntó Campos.
Fue un
sargento quien llegó con el dato que un tal Bartolo Baeza era amigo de López y
fue en su casa de calle O´Higgins donde encontraron el caballo negro del
fugitivo. Pero el bandolero no estaba.
Y otro
oficial que participó de la captura de sus dos fieles compinches semanas antes,
recordó que se hacía llamar Juan Javier Aldunate y que se había casado bajo el
delito de bigamia con Jenoveva Alanís, domiciliada en calle Carrera.
Capitán Sartorio Yáñez
Dejando los
caballos a dos cuadras de distancia de esa vivienda, fueron a pie. Cuando el
prefecto Arce daba las últimas instrucciones para perpetrar el allanamiento, el
subinspector Sartorio Yáñez, advirtió ruidos en la casa por lo que avanzó
primero. Justo cuando estaba por llegar se abrió la puerta y un joven
veinteañero salía de ella.
Le puso la
mano en el pecho y la pistola en la cara y nervioso gritó: “¡Acá está el
bandido, mi comandante!”.
López se
lanzó al interior de la casa y trabó la puerta, el tiempo suficiente como para
que sus moradores huyeran. Antes que él pudiera escapar, fue atrapado otra vez
por Yáñez quien le hirió la cabeza con la empuñadura del arma, lo que no evitó
que el bandolero diera tal lucha que envió a varios oficiales al suelo solo con
sus puños.
Fatigado,
herido y en desventaja numérica, fue reducido y llevado al calabozo.
Días
después, cuando tras confesar 16 muertes, cuatro violaciones y su bigamia,
prometió llevar a la policía a su guarida para entregar sus caballos, las
monturas y las armas. Pero en el trayecto, saltó del carro y maniatado corrió
buscando que le dispararan.
“Mátenme si
quieren, pero a la cárcel no me voy”, les dijo el día de su arresto. Un balazo
certero cumplió su deseo.
La leyenda
terminaba así, en marzo de 1903. La policía recuperó gran parte de lo robado,
caballos y armas, entre ellas, una que en su empuñadura tenía la leyenda “no me
saques sin valor, no me guardes sin honor”.
El profesor
Campos, finalmente advierte que “pese a que el temor popular solía atribuir
cualquier muerte al personaje más temible de la época, como ocurrió con el
Chacal de Nahueltoro al que al principio le imputaron otros homicidios que
nunca cometió, acá lo destacable es que López sí confesó, porque él no buscaba
salvarse y eso sí acredita el relato”.
La única
foto que hay de López es una donde aparece muerto junto a otros detenidos
vivos. Macabro tal
vez, pero la necesidad de demostrarle a Chile que el terror de la montaña había
muerto era, al menos para la policía, una urgencia que no admitía delicadezas.
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