martes, 7 de agosto de 2018

EL INQUILINAJE en CHILE

Un sistema esclavista "encubierto" que rigió por centurias los campos de Chile, donde la huasca patriarcal justificó lo injustificable.

Fuente: "Chile: su tierra y su gente". Jorge McBride.
Fotos: Memoria Chilena

El salario actual de los inquilinos es poco más o menos el mismo de hace un siglo (1836 – 1936). Su cuantía se ha elevado de 10 a 30 ó 40 centavos diarios, y hay sitios donde se pagan hasta 75. Desgraciadamente la depreciación de la moneda y el mayor costo de la vida, han disminuido con mucho el valor adquisitivo del salario. Al presente un centavo chileno equivale a un décimo de centavo de Estados unidos. El pago es generalmente mensual y las regalías casi las mismas de la colonia. A cada inquilino se le da un cerco o pedazo de tierra de dos acres de extensión, unido a su casa, para que lo cultive o lo use como desee y que por lo general lo dedica a hortalizas: porotos, cebollas, alcachofas, ají, maíz en cantidad suficiente para el consumo de la familia. (El maíz de Chile es adecuado para alimento humano y se le clasifica entre las hortalizas). Además, no es raro que al inquilino se le dé un pedazo de tierra más grande, tal vez un cuarto de cuadra, para que lo dedique a chacra o a la siembra de granos o de alfalfa. En algunas partes es costumbre cultivar este pedazo a medias con el patrón, quién proporciona las semillas, herramientas y bueyes.




La casa en que vive el inquilino no es de su propiedad, aun cuando viva en ella años y años, y aun acontece que la usa una familia durante generaciones. Se compone de una o dos piezas, y a menudo está construida de cañas recubiertas con barro, quinchas, o de adobe, con techo de paja. El piso es de tierra natural apisonada y recibe luz por sus dos puertas y a veces por alguna pequeña ventana; no tienen chimeneas ni medios de calefacción. En uno de los costados se extiende casi siempre un corredor, en cuyo extremo existe adosada una cocina, y tal vez un montoncito de leña. Casi siempre dos grandes higueras próximas, de amplio follaje, forman un dosel de sombra que es como un salón al aire libre para la familia, sin otro competidor que la umbría del pintoresco parrón que sirve de marquesina a la modesta casita campestre.
Cada familia vive, pues, bajo una higuera o una parra….que no son suyas.

El mobiliario de la casa es de lo más simple; una mesa, unas cuantas sillas rústicas, un aparador y un baúl o una caja para guardar ropa. Un catre de hierro o dos ocupan sitio obligado en la casa, aunque es frecuente que durante los ocho o nueve meses de buen tiempo se les coloque debajo de los árboles hogareños. Otro tanto ocurre con la mesa. Una humilde máquina de coser, de mano, ocupa también un sitio en algún obscuro rincón del cuarto. Algunos santos pintados, una imagen, un candelero o dos completan los enseres del típico hogar del inquilino.




El cerco está rodeado generalmente por un alto y espeso muro de zarzamora, a través del cual portillos siempre abiertos o cerrados con una puerta de trancas. No lejos de la morada eleva su redondeada cúpula del horno de barro, donde se cuece el pan amasado a mano, y muy próximo, sobre el fuego del hogar primitivo que protegen unas cuadras piedras, permanece la negra tetera de hierro para el agua hirviente. Completan el cuadro uno o dos chanchos amarrados a una estaca, unas pocas gallinas que picotean por allí cerca y varios perros tendidos en la solana.

Como puede sospecharse de la descripción anterior, la choza del inquilino no contempla instalaciones sanitarias. El agua para todos los usos proviene de alguna acequia o canal de regadío de donde se surte toda la población del fundo, sin preventivo alguna contra las infecciones. Tosa clase de toilet es considerada innecesaria.

Además del salario, la casa y el pedazo de tierra, el inquilino recibe ración diaria de alimento mientras trabaje en la heredad, calculada para el sostén de un individuo, a saber: una libra de harina tostada o una galleta hecha del mismo material o harina de maíz; una libra de porotos cocidos con caldo, igual cantidad de papas y de pantrucas. Esto se sirve primero en la mañana, después de unas pocas horas de trabajo; después a medio día y por último, al atardecer. Muchas haciendas están provistas de una campana, colgada de un elevado mástil, que anuncia con su argentino son el comienzo y el fin de la cotidiana tarea o el descanso del meridiano para el reparto de las raciones. Los peones detienen su labor y allí mismo donde se encuentran, engullen la ración que recibieron en la mañana, remojando la harina tostada con el agua del próximo canal, hulpo. Si la hora los encuentra cerca de las casas, desfilan delante de la esposa del mayordomo o de algún miembro de su familia para recibir su ración y consumirla luego sentados en algún tronco o en el pértigo de una careta.

Como adición a su salario al inquilino, se le concede también derecho a talaje, o sea, de hacer pastar a sus escasos animales en la hacienda, dos o tres caballos, tal vez una vaca o unas pocas ovejas que pueden ramonear en los faldeos que nunca dejan de haber en las grandes propiedades o en los faldeos destinados a este objeto.

Figuran entre los privilegios de los inquilinos, protección contra cualquiera que no pertenezca a la hacienda, o contra cualquier bochinchero aunque pertenezca a ella; a veces atención médica y ayuda en su vejez. No existe el peligro de que sea despedido si una enfermedad, accidente u otra causa, lo inhabilita para el trabajo; pronto se arregla la situación con la familia, alguno de cuyos miembros trabajará por él, y todos continuarán en el fundo. Como hay siempre muchos niños y sólo unos pocos concurren a la escuela, la hacienda les procura trabajo para conservarlos. Además el hacendado casi nunca olvida sus responsabilidades como jefe de una numerosa comunidad. Casi siempre existe en los latifundios una capilla donde se celebran de continuo u ocasionalmente servicios religiosos a costa de la propiedad. Se va generalizando asimismo el hábito de mantener una escuela a expensas del propietario, pero más a menudo el Fisco, para la población infantil, y por último, se presta alguna atención al recreo y diversión de las gentes, aun cuando en muchos casos esto se deja a su albedrío.

Las obligaciones del inquilino, establecidas más por la costumbre que por ley, y ratificadas por un convenio verbal y no escrito, son las mismas en todo el país. Desde luego 240 días al año de trabajo personal o de un sustituto; algunos son obligados a proporcionar dos sustitutos, uno para los trabajos ordinarios y otro montado en su propio caballo para los menesteres que requieran un jinete. El horario de trabajo es de sol a sol, o sea, cerca de diez horas en invierno y más de doce en verano. A medio día, un descanso de una hora y otro más corto para el desayuno en el campo mismo, después de las primeras dos o tres horas de labor. La faena termina al crepúsculo, de manera que el campesino no puede realizar ninguna andanza particular con luz diurna. En la época de las siembras o las cosechas se prolongan las horas de trabajo ordinario, atendiendo a la costumbre, y es práctica que cada inquilino proporcione uno o dos hombres extras. Con frecuencia trabajan también las mujeres y los niños a quienes se les paga diez o veinte centavos diarios, moneda americana.

El inquilino no tiene oportunidad de ganar otro salario que el que le proporciona la hacienda, pues no se le permite emplear ni siquiera su tiempo libre en otra ocupación o fuera de ella, prohibición que rige también con los miembros de su familia; tampoco puede emprender ningún negocio, ya que no debe comprar o vender dentro fuera de los deslindes.




Como muchas de las haciendas son muy grandes, el campesino casi no tiene oportunidad de gastar su dinero en otra parte, sino en la pulpería, que casi siempre existe en la misma estancia, donde se adquieren géneros, trajes, los artículos alimenticios que no produce su propia parcela, hilo y agujas, clavos, jabón, algunas conservas y demás objetos. Casi siempre se expende en la trastienda o en otro sitio próximo, el tabaco y el alcohol. Es práctica que los hacendados otorguen crédito a sus subordinados o les paguen en vales que sólo son canjeables en el propio almacén. En algunos latifundios se ha llegado hasta emitir fichas o monedas que naturalmente se aceptan también en la tienda, y a veces más allá de los confines del mismo. Ya sea que la tienda pertenezca al terrateniente o a otra persona a quien se haya conferido el privilegio que constituye un verdadero monopolio comercial, los precios son por lo general exorbitantes y succionan una buena parte de los salarios devengados.


Es difícil para el siervo de la gleba mejorar su condición. Los salarios no varían o poco menos; su mayor destreza en la faena casi nunca significa un aumento de remuneración; los mejores logran ascender a veces hasta la calidad de mayordomos, lo que les proporciona mayores regalías, pero escaso, aumento de dinero. La independencia económica le está vedada y hasta los medieros tienen pocas oportunidades de progresar; la adquisición de una pequeña casa o parcela que desarrollará su sentido de la propiedad, estímulo esencial de adelanto, forma parte del mundo de los sueños irrealizables. Las rarísimas excepciones no hacen sino comprobar esa verdad universal.



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