HUBO VIDA ANTES DEL CONTROL REMOTO
Antes de que existieran los reproductores de
películas en DVD, VHS y Betamax, las películas se disfrutaban exclusivamente en
el cine - o teatro como todavía le llaman algunos más mayores -, comiendo castañas
y piñones calientes, en funciones rotativas interminables que permitían
pololear y hasta dormir la siesta en la butaca. El cine fue el lugar de esparcimiento
para toda una generación que no tenía más alternativa audiovisual que esa,
porque los televisores eran caros y escasos. Fue recién en los años 70 cuando
los aparatos de TV se masificaron, entonces comenzó el declive de las antiguas
salas de cine.
Tras el estruendo de la detonación solo hubo
silencio. Entre el polvo, a penas se distinguía la mirada resignada de un
pueblo que vio convertida en escombros una buena parte de su historia. Son las
últimas escenas de Cinema Paradiso,
una película que si bien retrata al italiano pueblo de Giancaldo, pareciera ser
un presagio de lo que sucederá en Chillán cuando el Teatro O`Higgins se despida
de la ciudad. Los dueños del recinto ya lo adelantaron: el cine será demolido.
La señora María no disimula su consternación cuando
se entera del destino que podría correr el Teatro O`Higgins. Como cajera en la
boletería desde 1956 hasta 1994, año en que se produjo el cierre definitivo,
María Salas (78) es una de las pocas personas vinculadas al recinto que aún sobrevive
desde aquella época gloriosa. “Las filas eran tremendas, incluso quedaba gente
afuera esperando para la próxima película… quinientas personas en platea y
otras más en balcón y galería. A veces daban tres funciones, por lo general de
12 del día a 12 de la noche – recuerda −
y, como era rotativo, podías estar todo el día adentro pagando una entrada.
También venían grupos musicales y se llenaba, por ejemplo cuando vino Luis
Dimas o Los Ángeles Negros había filas y filas de gente”.
María Salas, cajera del Cine O´Higgins, ente 1956 y 1994.
Sin embargo, todavía queda una esperanza para este
edificio que tantas historias alberga. Según explica el alcalde de Chillán,
Sergio Zarzar, el ex teatro fue incluido dentro de un listado de veintiún
Inmuebles de Conservación Histórica en el Plan Regulador, y se está a la espera
de la aprobación del Ministerio de Vivienda para determinar cuál será su futuro.
Hasta entonces, los propietarios del recinto están impedidos legalmente de
venderlo o demolerlo. “Los dueños estaban analizando venderlo porque piensan
que no tiene posibilidad de ser rescatado, pero les dije que no podrán hacerlo mientras
esté en evaluación. Ellos cumplieron con pintar la fachada, pero tuve la
oportunidad de entrar y parece que le hubiera caído una bomba; rescatarlo es
una altísima inversión para los propietarios, porque son ellos los responsables
de su mantención“, aclara el jefe comunal.
Zarzar, de 62 años, conoció la época próspera del
cine. En un tono más distendido, el edil accede a confesarnos algunas de sus
andanzas juveniles. “El cine era la única entretención, ¡si antes no había
televisión y con suerte teníamos radio! El día de semana estudiábamos y el fin
de semana nos daban una mesada para ir al cine. Si uno se sentaba al medio de
la platea, aprovechábamos para pololear. Nunca supe de qué se trataba … uno era
el actor de su propia película”, recuerda sin poder contener una sospechosa
sonrisa.
AQUELLOS DÍAS PRÓSPEROS
Entre los atributos patrimoniales del Teatro O`Higgins,
destaca su arquitectura de influencia moderna con elementos ornamentales en su
fachada principal, propios del Art Deco. Así lo consigna la Unidad de
Patrimonio de la Municipalidad de Chillán en la ficha correspondiente a este
inmueble, donde precisan que la obra fue encargada por los hermanos Menéndez al
arquitecto Juan Rau y la planimetría del proyecto ingresó a la Municipalidad de
Chillán en 1952.
Tras casi medio siglo de funcionar como sala de
espectáculos y cine, en 1994 el O`Higgins cerró
sus puertas. La Lista de Schindler
fue la película proyectada en la función de despedida. Posteriormente arrendó
el espacio una discoteca y también un templo religioso, pero el último terremoto
lo dejó en un estado de deterioro tal, que las únicas que se animan a entrar
son las palomas.
Atrás quedaron los buenos tiempos que recuerda la señora
Georgina Uribe, actualmente de 80 años bien llevados. Ella era actriz y su
esposo era el director de teatro, Edgardo Ramírez; por azar o quizá guiados por
las emociones decidieron estar tan cerca del cine como pudieran y se instalaron
a vivir frente al O`Higgins. Comenta que ahí se presentó el Ballet Coppelia, se
estrenó El chacal de Nahueltoro, de
1969, y la película Ayúdeme usted
compadre, de 1968, donde ella aparece en algunas escenas. “En una parte tengo
una guagua en los brazos, hija del ingeniero de ferrocarriles, y me canta
Arturo Gatica”, rememora como si fuera ayer.
DE PASATIEMPO A NEGOCIO
El cine O`Higgins fue contemporáneo al Mafor, aunque
este último tenía capacidad para trescientas personas su público era fiel. De
propiedad de Mario Foster Santibáñez, funcionaba en dependencias del Cuerpo de Bomberos,
por El Roble, donde arrendaba ese espacio desde principios de los años 50. Oriundo de Villa Alegre, Foster era un
veinteañero cuando comenzó el negocio, motivado por un pasatiempo de infancia que
empezó a cultivar al recibir su primera proyectora, dice Mario, uno de sus tres
hijos.
En 1994, a los 66 años, murió dejando una huella imperecedera
de admiración y cariño entre quienes lo conocieron. Uno de sus grandes amigos fue
don José Ramiro Aravena Hernández, el Chelo,
administrador del Mafor. “El cine era el sueño de don Mario. Eran muy
inteligente y buen patrón, de buen corazón, que veía a todos por igual y
compartía con sus empleados. Siempre le regalaba matinales a los colegios para
que juntaran dinero. Don Mario me enseñó muchas cosas bonitas”, dice con profundo
respeto al referirse a quien consideró como su segundo padre.
A sus 80 años, don José Ramiro todavía tiene frescos
los recuerdos de aquella época: “Yo estaba caminando frente al cine, mirando,
pero no tenía plata para entrar. Me dijeron que podía entrar gratis y me
ofrecieron que me quedara de acomodador. Como a mí me gustaban las películas,
acepté. Estuve ahí desde 1960 hasta 1974. Pasé por boletería, portería y
confitería, después me pasaron a administrador”.
Por aquel entonces Mario Foster se encargaba de la
mantención de las máquinas de su cine y de los otros dos que administraba, el
O`Higgins y el de San Carlos. Ese era el negocio, pues arrendaba una película a
la compañía distribuidora de filmes en Santiago, que por lo general traía pocas
copias al país, y luego la proyectaba en las distintas salas de su
administración. “Había funciones todos los días, muchas películas de pistoleros
y también familiares. Las de Elvis Presley, Rafael, Sandro eran pura plata. El
domingo había tremendas colas todo el día, igual que en Semana Santa. Pero
después ya no era lo mismo – lamenta el Chelo – porque antes el cine no tenía
competencia hasta que llegó la tele, ahí el cine se fue pa`bajo”.
Entre los múltiples roles que desempeñó don José,
también estuvo el de operador de la proyectora, aunque solo por poco tiempo. El
oficio de “cojo”, como se le apodaba al proyeccionista, era un trabajo
extenuante porque en la sala de máquinas el calor era insoportable, describe. En realidad, más que lesionado de un pie el
“cojo” terminaba enfermo de los nervios, ya que cualquier descuido en la
maniobra podía ocasionar un incidente, tan grave como una inflamación (cuando
la luz quemaba la cinta) o tan leve como que toda la pantalla se tornara
amarilla (cuando los carbones se apartaban mucho). El “cojo” también debía
lidiar con los abucheos del público cuando se saltaban las escenas, algo
habitual, ya que un trozo quemado se solucionaba con un tijeretazo. “Totó, aquí eres como un esclavo... siempre trabajas como un burro, incluso en
las fiestas, la Pascua, la Navidad... solo estás libre el Viernes Santo. Y te
aseguro que si a Jesucristo no lo hubieran crucificado, también se trabajaría
en Viernes Santo", regaña Alfredo el proyeccionista en Cinema Paradiso, describiendo fielmente
lo que sucedía en los cines de la época.
EL COLECCIONISTA SIN MUSEO
Cuando cerró el Mafor en la década del 80, hubo un
interesado en guardar un recuerdo tangible de su historia. Con la perspectiva
de tener su propio mini cine, Víctor Palavecino compró veinte butacas, pero
cuando lo desmantelaron solo recibió unas pocas porque las demás se perdieron. Las
butacas que hoy adornan su oficina de arquitectura comparten protagonismo con decenas de cámaras
fotográficas, filmadoras y proyectoras, pequeñas y grandes, dispuestas en un
orden que solo su dueño conoce. Sin embargo, este espacio detenido en el reloj
no sería lo mismo sin Grace. Alta y robusta, con su porte elegante, la Simplex
modelo E-7 de 1939, bautizada así por Palavecino es la joya de la
colección. “Traerla fue una odisea
porque pesa como trescientos kilos, así que tuve que desmontarla para subirla
hasta mi oficina. Era mi sueño tenerla”, expresa.
Victor Palavecino, tiene una colección de doscientas máquinas,
entre cámaras fotográficas, proyectoras y filmadoras.
La joya es Grace, su Simplex modelo E-7 de 1939.
Conocedor de estas máquinas, explica que las más
antiguas funcionaban con dos carbones de arco voltaico que suministraban una
potente luz, haciendo posible la proyección de los filmes. “Como era difícil
trabajar con los carbones se empezó a usar la ampolleta”, detalla mientras
intenta echar a andar a Grace, comprada a través de Internet al igual que tantas
otras de su colección compuesta por doscientas máquinas. La más antigua que
posee data de 1880.
El pasatiempos de Palavecino no se limita a la
compra de estos artefactos, sino que la experiencia recién está completa cuando
comienza a descubrir sus partes y piezas. Con esmero limpia y lubrica las
máquinas y las prueba con las cintas que ha comprado también en remates, como
una donde aparece Richard Nixon celebrando su cumpleaños, otra de 1953 filmada
en una expedición camino al Everest,
videos de monitos animados del antiguo Pato Donald, entre tantos otros tesoros
que no ha podido compartir con la ciudad debido a la falta de un espacio
adecuado donde exponer la valiosa colección.
UN SOÑADOR ITINERANTE
Proyectora, transformador, toca discos, telón,
parlantes, afiches… increíblemente todo cabía en el Chevrolet 1941. Quizá la
magia estaba en el chofer, Miguel Grau González.
Hijo de un español llegado a Valparaíso a fines de
1800, Miguel nació en 1920 siendo el mayor de cuatro hermanos que por razones
laborales del padre, mecánico de Nash Motors, llegaron a instalarse a Chillán.
Todo comenzó cuando tenía 15 años, primero como un interés en la fotografía que
derivó hacia una pasión por el cine. “Inventaba máquinas y transformaba los
negativos de las fotos en diapositivas que pasaba como si fueran películas”,
dice su hijo mayor Miguel recordando lo que su padre les contaba. “Cuando
éramos niños oscurecía la pieza y todos nos metíamos debajo de la cama para ver
las película. Mi viejo era a toda tela, era papá y amigo”, añade Norka, la
única mujer de los tres hijos que tuvo junto a su esposa.
Desde los años 40, Miguel Grau González itineró con su cine
por pueblos y comunas sedientas de aventuras y romances.
Hizo el curso de piloto de aviones menores en 1942 y
fue socio fundador del Club Aéreo de Chillán.
Miguel Grau sabía que en Chillán el público estaba
cautivo en los cines ya instalados, por lo tanto se lanzó a explorar un nuevo
mercado sediento de aventuras de vaqueros y romances azucarados. En las comunas
aledañas a Chillán, incluso en otras más distantes, su idea fue un gran éxito porque
más allá de sentarse en la plaza a mirar transcurrir las somnolientas horas, en
los pueblos había poco o nada que hacer en materia de entretención. A bordo de
su Chevrolet llegó a Retiro, Dichato, Quillón, Florida, Portezuelo, Coihueco,
entre tantas otras localidades, donde su público lo esperaba ansioso para ver a
los ídolos mexicanos y a los héroes de las películas de “comboy”, como les
llamaban a las de cowboys.
El creativo Miguel se las arreglaba bien con lo poco
que tenía a su disposición para levantar su negocio. Sin serlo fue diseñador:
como no contaba con afiches, los hacía él mismo escritos a mano, adornados con
recortes de diario y revistas. Sin serlo fue publicista: para atraer al
espectador, al final de la función proyectaba una sinopsis de los próximos
estrenos y pegaba su afiche artesanal en el tablero del cine de modo que todos
se armaran de ganas para la semana siguiente. “Los contratos los hacía con los
municipios. El sábado y domingo los teatros eran exclusivamente para él y se
daba una sola función a las 8 de la noche así no había que estar oscureciendo
la sala. Había gente de campo que llegaba en carretelas y en Semana Santa se
daban varias funciones porque llegaban micros llenas de gente, muchos quedaban
de pie”, relata Norka, y aunque reconoce
que “fue rentable en su momento, había veces que perdía plata. El mayor cambio
fue en los 70 cuando llegó la tele, ahí el cine empezó a decaer”.
Miguel Grau, precursor, aventurero, protagonista de
una época, murió en 1987 a causa de la leucemia. “La vida
no es como la has visto en el cine; la vida es más difícil”, dice Alfredo
mientras Totó pareciera no comprender el peso de sus palabras.
Recuerdo el Cine Mafor, mi primera película, La Bella Durmiente...Extraordinaria, todo era fantasía, con solo 4 años 1955.
ResponderEliminarRecuerdos imborrables.
La magia de la música antes del comienzo, las luces en disolvencia e irrumpía el sonido junto a la imagen...¡Qué tiempos....! Jorge San Martín Cerruti.